“Estoy en el bar, disculpen las molestias”
María g. Aguado
En El 33 se cruzaban las navajas de Mecano, Estopa partía la pana (y la cara) en uno de Cornellá, y Los Punsetes recomendaban para una urgencia El bar del tanatorio porque siempre está abierto y “en este bar la clientela no es regular, hay gente diferente todas las veces que vas”. Gente hay siempre, desde luego, las ganas de jarana ya son otro cantar. Hasta William Blake confirmaba el ateísmo condicionado de muchos con El pequeño vagabundo, porque “Si en la iglesia nos diesen un poco de cerveza y un fuego grato para entibiar nuestras almas cantaríamos y rezaríamos el día entero”. Todos cantan a los bares, templos del aperitivo y el alterne, porque allí se escribe la historia, todas las historias.
templos del aperitivo y el alterne, allí se escribe la historia, todas las historias
Si las nuestras tuvieran que empezar en un bar, posiblemente recordaríamos una barra metálica, taburetes negros con asientos de rejilla, más de un botellín de ese líquido rojo brillante y amargo, algunos cortos y una luz azul zumbante que freía sin compasión a la mosca que osara intentar cruzar el umbral de la cocina, separada posiblemente por unas puertas abatibles o una cortina de abalorios de madera. Al menos así era el primer bar que yo recuerdo, se llamaba Los Chicos, estaba en el Paseo de las Delicias, cerca de un Matadero que desde luego no apuntaba ningún augurio de modernidad en los noventa. Eso era un bar, y no se esperaba de él nada más que una buena tapa. La de allí, patatas bravas o gambas frescas.
a un tiempo de vanguardia siempre le seguirá una reivindicación de la tradición
Con el tiempo, esos bares se convirtieron en reductos de un pasado rancio. Lo moderno era otra cosa, otra cosa de diseño. Y desde hace un tiempo relativamente corto, se viene reivindicando el bar y la taberna a secas, ni neo, ni chill, ni gin. Bar y taberna. Porque como todo, la hostelería también es cíclica, avanza, pero a un tiempo de vanguardia siempre le seguirá una reivindicación de la tradición.
Yo vivo en esa manifestación continua, que no en una protesta, porque Dios me libre de protestar contra bellezas como la ostra aliñada de Tandem o las gyozas de pote gallego de Gastrochigre. Dos conceptos del picoteo que se salen de lo común para tocar el cielo de la tapa. Como decía, jamás protestaré, pero cuando reivindico el bar es porque le pido cosas como el vermut con esa suerte de mezcla maravillosa de patatas “de bolsa”, mejillones en escabeche, piparras y aceitunas de Morrofi, en Barcelona. O la caña con sardinas a la plancha de Santurce que, en pleno Rastro madrileño, transporta a un Levante que se queda pegado a tus dedos por mucho limón que frotes. O la cerveza fría con el montado de pringá de la bodega Santa Cruz, en Sevilla. O los torreznos crujientes de la barra de Duque, en Segovia.
La nostalgia, incluso la amarga, en la barra se sirve con limón
Porque por los bares de siempre sentimos algo. Por eso, cuando los buenos cierran, dejan un vacío con sabor a tortilla como el Cerveriz, que apagaba los fogones a finales del pasado año. A pepito de ternera del Palentino que, entre tanto moderno, tenía verdaderos devotos, y aunque volvió, nada fue igual. Y a clásicos, a todos los que se servían en el Café Comercial, que dejó a la glorieta de Bilbao de Madrid flotando en un limbo hasta que reabrió, sin ser el de antes, pero intentándolo fuerte (y sabroso).
¿Qué sentimos por los bares? Quizá es gratitud, porque dejan hueco y observan tranquilos a quienes escriben dentro sus historias. Pero siempre será amor eterno, a lo mejor porque la nostalgia, incluso la amarga, en la barra se sirve con limón.