El verano en una lata, por María G. Aguado

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Qué ricos hemos sido quienes hemos podido compartir una cerveza y unos berberechos.

A estas horas de la tarde, las chicharras gritan bajo el sol de julio. No recuerdo si el año pasado carraspearon así, tampoco ser cómo hablar del sonido que hacen, porque mientras algunos hablan de su “cantar”, a mí me parece un sonido odioso, tedioso y que sólo da muestras de que fuera hace un calor abrasador, el mismo que se ha llevado por delante un cilantro y un perejil de la pequeña huerta del patio de mi casa.

Desde ese mismo patio oigo chapotear a niños en las pequeñas piscinas hinchables improvisadas que han montado en patios vecinos. Alrededor, padres en sillas de plástico con latas de cerveza y mejillones. El verano en 5 metros cuadrados.

No es poco espacio, mi verano cabe en una lata, en esa misma de mejillones. De pequeña, recuerdo ver a mi madre en la casa de la sierra de Madrid disfrutar con fruición de esos mejillones en escabeche con patatas fritas, y de berberechos, pepinillos, banderillas, gildas… Entonces no lo sabía, pero se me grabaron aquellos aperitivos como una religión que hoy practico, confinada o no, porque el aperitivo, como Dios, está en todas partes.

“No hay cosa más de ricos que el poder tomar el aperitivo cualquier día y a cualquier hora”. No recuerdo dónde escuché esta frase, pero me encantó porque es totalmente cierta. Y es curioso como en estos meses en los que hemos sido pobres de muchas cosas menos de sentimientos, hemos tomado el aperitivo un martes a la una y un jueves a las doce. El lunes a mediodía volvía a ser domingo, y a las ocho de la tarde del miércoles, también. Qué ricos hemos sido quienes hemos podido compartir una cerveza y unos berberechos.

Ahora que podemos salir, no veo la hora de que me pegue el subidón de vinagre de una gilda y el maravilloso salado de la semi-mojama que sirven en Hermanos Vinagre, templo del aperitivo donde los haya. O lo reconfortante de una ensaladilla bien hecha, como la que sirven en La Taberna Errante, un reclamo gracias al que hemos descubierto que la cocina de este pequeño rincón calma el gusanillo y las ganas de calidez, porque son honestas, no hay artificios, no son un gastrobar ni un gastro nada, son gastronomía con todas las letras. En el bar La Gloria se siente el abrazo de Sol, su dueña, en cada plato, en los flamenquines, en las croquetas de queso de cabra con cebolla al Pedro Ximénez, en el pincho de sardina del cantábrico con salmorejo cordobés… 

En La Colmada se sirve con colines y recién cortado en el rincón de charcutería. La cecina, la paleta ibérica, la sobrasada con queso brie, el lomo de orza con pimientos… Cosas sencillas que se han pedido en esta España llena, donde unas buenas chacinas y conservas pintaban poco, hasta ahora.

Vivimos hasta las cejas de paradojas, pero nos siguen sorprendiendo cuando aparecen. Esperamos ir al estrella Michelin con ansia. Pero el aperitivo, por muy sencillo que sea, trae una felicidad que pensábamos que no se pinchaba con palillo.